Idiota.

En el mundo griego clásico aquellos que renunciaban a participar en asuntos públicos mostraban ignorancia, falta de educación y dejadez.

ἰδιώτης idiṓtēs, esta es la palabra griega original que designaba a los ciudadanos que se mantenían al margen de la vida pública, es decir, que no valoraban su participación cívica en la política.

En la Grecia clásica vivir sólo una vida privada constituía no ser plenamente humano.

Para los griegos, la democracia sólo se podía sostener cuando los ciudadanos se interesaban por los asuntos públicos, ya que mantenerse al margen de la política mostraba ignorancia, falta de educación y dejadez.

Para Pericles, quien no contribuía en los debates públicos era considerado «no como falto de ambición sino como absolutamente inútil”.

«Si la conducta y el discurso de un hombre dejaban de ser políticos, se volvían idiotas: egocéntricos, indiferentes a las necesidades de su prójimo, inconsecuentes en sí mismos»

Christopher Berry en su libro «La idea de una comunidad democrática».

De esta manera, el término original que designaba a aquellos que renunciaban a participar en la política que le afectaba, fue evolucionando hasta servir para denominar a alguien ignorante, básico y sin educación.

Una vida privada, una social y una vida pública.

El Aristóteles de hace 2.000 años solía definir a un idiota como aquel cuya vida privada era su única preocupación, alguien que no tomaba iniciativa en la política. El filósofo griego entendía que había tres ramas en la vida de una persona. Una vida privada, una social y una vida pública. Para ser un individuo floreciente y prosperar se necesitaban las tres. Y una vida pública era una vida política.

Y este pensamiento provenía del ideal griego por el que la participación del pueblo era la base de la democracia, ya que esta participación en el gobierno permitía crear las reglas según las cuales la ciudadanía podía convivir y defenderse del tipo de vida pública que no quería.

El filósofo ateniense Platón, en su obra «La República«, sostenía que el idiota rechazaba la participación en la vida pública, encerrándose en su vida privada y social: «Con lo que arriesga que seamos gobernados por quienes menos deseamos».

¿Y por qué es importante desarrollar una vida política en un mundo actual donde el término político es prácticamente un insulto?

Que alguien sea político o actúe de manera política ante la resolución de un problema es visto hoy día como algo negativo, como si mereciera cierta desconfianza o descrédito.

La respuesta a la pregunta anterior puede residir, según Walter C. Parker, profesor emérito de la Universidad de Washington, en «Que las opiniones de alguien te gusten o no es importante en la vida social, pero no en la pública, en la que tenemos que conectarnos y relacionarnos y hablar y escuchar a otras personas sin importar si coinciden contigo».

El problema principal de la democracia, su talón de Aquiles, es, como ya lo veían hace 2.000 años en la Grecia clásica, la pasividad de los ciudadanos ante lo que ocurre en su entorno. La fortaleza y la debilidad de la democracia reside en sus ciudadanos. Al darle a los mismos la capacidad de decidir el devenir de su propia existencia, les obliga a la tarea. Cuando delegan esa tarea en otros, se convierten en ἰδιώτης idiṓtēs, idiotas.

La revolución digital se centró en lo social pero ninguneó lo público.

La última revolución de la humanidad, la digital, donde Internet ha intensificado la participación social, no ha hecho lo propio con la pública.

Las últimas generaciones, y no nos referimos únicamente a las de los jóvenes actuales, se han desligado de la actualidad, han dejado de prestar atención a su entorno real, dedicándose más al virtual.

Este autoaislamiento de lo que acontece en la vida pública, es usado por algunos para conseguir el poder político apelando a prejuicios, emociones, miedos y esperanzas en el público al ganar apoyo popular, frecuentemente mediante el uso de la retórica y la desinformación.

Esta estrategia se define por una palabra que, al igual que la palabra idiota, proviene del griego clásico: δῆμος dēmos, ‘pueblo’ y ἄγω, ago, ‘dirigir’. Dirigir al pueblo, demagogia.

Es por esto por lo que desde hace décadas estamos viendo un alzamiento de los movimientos populistas, demagógicos. Si bien siempre los ha habido, su relevancia en la actualidad, en la gran mayoría de países, es preocupante. Utilizando, muchos de ellos, las muletillas de las teorías de la conspiración.

La tierra es plana. Las vacunas son malas. La humanidad no llegó a la Luna. Las estelas de los aviones buscan enfermarnos… La falta de un pensamiento crítico basado en la comunicación, en la participación y en la formación es la base de la omnipresente conspiranoia global.

La política, la vida pública de la que hablaban Pericles, Aristóteles y Platón busca que exista un diálogo, un entendimiento. Persigue que los ciudadanos participen en la discusión global, y no se aíslen en sus propias retóricas, ideas y esfera social cerrada. Porque cuando ocurre esto, los ἰδιώτης idiṓtēs, idiotas son más fáciles de manipular, de ser dirigidos hacia un pensamiento inmutable: La tierra es plana. Las vacunas son malas. La humanidad no llegó a la Luna. Las estelas de los aviones buscan enfermarnos.

La política, la vida pública, te enseña a tratar con extraños con diferentes ideologías de diferentes culturas.  Y esto es necesario, tal como comenta el profesor Walter C. Parker, para hacer posible que vivamos juntos en sociedad con nuestras diferencias intactas.

«El propósito es elaborar un modus vivendi, del latín, una forma de vivir que nos permita prosperar juntos sin matarnos unos a otros. Tenemos que cultivar el yo público y, para lograrlo, no podemos ser idiotas».

Walter C. Parker, profesor emérito de la Universidad de Washington

Seamos políticos. Amemos y alentemos la política, el intercambio de ideas, la conversación, el diálogo, la interacción lingüística pacífica. Dediquemos tiempo a escuchar, a reflexionar. Volvamos a la vida púbica.

Imagen de portada de Mika Baumeister