De camino al trabajo, antes de la pandemia, observaba desde el coche al ejército de trabajadores que nos dirigíamos a una oficina. Allí, básicamente, realizaríamos una actividad que consistiría en usar un ordenador y un teléfono. Era en aquellos momentos en los que me venía a la mente que, aún estando ya la segunda década del siglo 21, aún mantuviésemos los hábitos marcados por la jornada laboral establecida en 1919.
El resultado de ese peregrinar diario, en el que todos acudíamos a la oficina a las mismas horas, eran atascos eternos. Una pérdida de tiempo que se podía aprovechar para dormir, trabajar, estar con la familia, o sencillamente, estar en casa.
Si se evitaba coincidir en las horas de entrada y salida a la oficina, nos ahorrábamos estar todos a la vez en la carretera en los mismos tramos horarios.
Ese horario de 8 a 5 (o más allá, si la jornada es interrumpida, excesivamente, con horas en medio para almorzar) me dejaban siempre en estado de shock. Una jornada laboral que es un eco del siglo 20 y por el que se rigen oficinistas por todo el mundo. Personal de oficina que realiza labores intelectuales, no trabajo físico, y que llevan a cabo su labor con un ordenador y un teléfono. Equipos móviles no dependientes de ninguna infraestructura fija.
Y de ahí, se fraguaban una serie de preguntas en mi cabeza: ¿No era más beneficioso para la sociedad crear horarios más diversos?, ¿que no todo el mundo en una oficina tenga los mismos?, ¿que sean escalonados?, ¿que las entradas y salidas de todos los trabajadores no fueran coincidentes?
Muchos llevan pensado sobre el mismo tema bastante tiempo. Y una idea sobre la mesa es la de la semana de 4 días laborables. Eso obligaría a las empresas a repensar los horarios, con unos modelos más similares a los de las fábricas actuales, restauración o retail, donde los trabajadores están acostumbrados a tener días de descanso movibles.
En la organización de horarios más básica, con que en una empresa la mitad de la plantilla no trabaje el lunes, y la otra mitad no trabaje el viernes, se conseguiría desatascar esos días en el flujo de idas y venidas, con fines de semana de 3 días. Si ya el día libre es más rotatorio, las ventajas de movilidad, disminución de atascos y mejora para el medio ambiente se disparan. Eso sí, hay que reconocer, que esta idea supone un coste económico inicial para las empresas que lo aplican que no todas pueden soportar.
Pero volviendo a mis cábalas en el coche de camino a la oficina en la prepandemia, el horario común sólo era una parte del problema. El de la superficie. Un problema que era consecuencia de otro mayor. La presencia en las oficinas. ¿Era necesaria la asistencia a las oficinas cuando la labor a desarrollar, gracias a la tecnología actual, se podía llevar a cabo desde cualquier lugar?
La pandemia nos dio la respuesta. No. Un rotundo no. Miles de estudios, evaluaciones, hojas de cálculos y pruebas contables durante la crisis sanitaria por el COVID-19, han demostrado lo que, en realidad, la gran mayoría ya imaginaba, que el teletrabajo, o el trabajo en remoto, no supone una merma en la ejecución de tareas por parte de los trabajan con ordenadores y teléfonos como herramientas principales. El miedo a la bajada en la productividad, la gran excusa corporativa contra esta modalidad de trabajo, se había esfumado bajo la realidad y los estudios, que las propias corporaciones se habían visto obligadas a llevar a cabo durante la pandemia.
En general, durante la pandemia, quedó demostrado que la productividad sube en el modo de trabajo en remoto. Pero sin embargo, el regreso a la oficina y al horario 8-5 ha regresado tras la vacunación de los trabajadores. Hemos vuelto a 2019.
¿Por qué?
Grandes empresas tecnológicas, como Apple, Google o Amazon, las mismas que se han lucrado durante la pandemia gracias a la instauración del teletrabajo, han sido las primeras en anunciar que hay que volver a la oficina. Al redil. La excusa, que suena a marketing corporativo, es la de facilitar el intercambio de información casual (esa que ocurre en los pasillos, en el café o en los baños), que es donde parece que se producen «grandes muestras de colaboración».
El mismo diseño de la gran sede central del Apple, ese anillo gigante, está pensado para facilitar esta «sociabilidad al servicio de la creatividad en las corporaciones«. Tiene lógica. Igual que poner mesas de juegos, decoración distendida y alimentos gratuitos facilita que los trabajadores pasen más tiempo en el espacio de trabajo que en sus casas.
El objetivo final de estas acciones no es hacer más agradable la vida de los trabajadores, es que estén más tiempo en la oficina, y así generen más. He obviado a propósito la mención de la palabra productividad. Porque no se busca realmente eso.
La productividad es un cálculo matemático con trampa. Básicamente hace referencia a lo que genera un trabajador en relación al coste, en tiempo y gastos, que suponen llevar a cabo esa tarea. Si yo hago un vídeo en 10 minutos en casa soy más productivo que si tardo 2 horas en la oficina. Entonces, ¿dónde está la lógica? Si una empresa debe aumentar sus gastos en instalaciones, luz, agua, climatización, alimentación… para tener «encerrados» a sus trabajadores cuanto más tiempo posible, el calculo matemático que es la productividad baja en contraste con que si los dejara «libres».
La cultura corporativa basada en los cargos intemedios
Coordinador, supervisor, responsables de área, inspector, gerente de servicio… Los cargos intermedios nacieron en las oficinas por elitismo. Por ejemplo, tras la Segunda Guerra Mundial, las compañías más importantes de Reino Unido estaban administradas por generales donde la jerarquía militar era la base de todo. ¿Cómo un gerente de una empresa va a hablar de tú a tú con un subordinado, un contable, un mozo de almacén, un administrativo? Impensable.
Los cargos de gerencia intermedia brotaron para convertirse en un parapeto entre el personal operativo y los directivos. Los MBA se constituyeron como una pegatina de validación por la que cualquiera, con dinero para pagarlos, era susceptible de capitanear un grupo de trabajo o un departamento en una empresa de tamaño medio a grande. Y si además de ostentar un MBA, ya eras amigo de, primo de, cuñado de, hijo de… el cargo de «gerente de xxxx» era tu destino. Primero un cargo intermedio tipo «Supervisor» para, con el MBA en la mano, pasar a «Manager».
La labor de un cargo de gerencia intermedia, que debería ser sobre el papel, la de coordinar a un grupo de personas conociendo las capacidades y limitaciones de cada uno, para poder organizar sus tareas de la manera más eficiente posible y liderar los proyectos, a la vez que debe ser capaz de comunicar eficazmente los resultados a la dirección y coordinar la colaboración con otros departamentos, en la práctica queda muy lejos de eso.
La mayoría de los cargos intermedios de gerencia se limitan, como dice Ed Zitron en este artículo a «caminar por la oficina, echar un ojo a la gente y a hablar en nombre de sus subordinados en las reuniones«. La vida de un cargo intermedio prepandemia era así de plácida.
Un gerente intermedio en una empresa de software ni siquiera tiene que saber programar, para eso están los programadores. En un estudio de diseño, puede que ni siquiera sepa como usar la varita mágica de Photoshop, o en una editorial, que desconozca lo que es el kerning. Y en realidad, ni falta que hace, si lo que hace, lo hace bien (ver párrafo más arriba). Pero la realidad, todos lo sabemos, dista mucho de ello.
Y entonces llegó la pandemia. Y con ella, el teletrabajo. Y con el, la evaluación digital de las tareas a través de Zoom, Teams o en Slack, donde se hizo muy evidente quién hacía realmente el trabajo.
La monitorización del trabajo, ocupación única del jefe mediocre necesita que los trabajadores estén en la oficina. Si no, su puesto pierde sentido. El cargo intermedio, debe supervisar y monitorizar a un grupo de personas, hacer suyos los logros del equipo y vendérselo a la dirección como un triunfo personal. El jefe intermedio mediocre no crea nada, no sabe de nada, sólo transmite lo que se decide en las reuniones a su grupo y estos deben llevarlo a cabo.
Los cargos intermedios han ido proliferando en las oficinas con el paso del tiempo. El directivo tiene a un directivo junior, que en la práctica es un cargo intermedio al que reportan los supervisores, que hacen también de cargos intermedios entre ellos y los coordinadores, que de nuevo, es otro mando intermedio entre estos y los oficiales, que son los que desarrollan finalmente el trabajo.
Pero en los puestos de gerencia intermedia no hay solo ejecutivos mediocres. Encontramos grandes profesionales en cargos de gestión, supervisión y de ejecución delegada. Esos mismo que sí han alentado la semana laboral de los 4 días, los que han visto como el teletrabajo permitía disminuir los costes operativos, mejorar la satisfacción personal de sus trabajadores y aumentar la productividad.
Lógicamente, esto se ha visto más en pequeñas y medianas empresas, que en grandes corporaciones. La cantidad de cargos intermedios en estas empresas son mucho menores que en las corporaciones financieras, tecnológicas o de servicios de cientos de trabajadores, sino miles. Estos cargos intermedios han visto peligrar sus trabajos de supervisión, y también su visibilidad.
Si no te paseas por la oficina, si no te reúnes con el CEO, si no almuerzas con tu compañeros gerentes, cómo vas a prosperar en tu escalada hacia puestos de mayor sueldo.
Pasearse, almorzar, viajar y hacer hojas de cálculo son las principales ocupaciones de los gerentes intermedios que han forzado el regreso de las plantillas a las oficinas. Por propio interés. Por supervivencia. Es la cultura corporativa basada en la mediocridad.
Imagen de portada de Zane Lee en Unsplash
Descubre más desde Situación Crítica, el Blog
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.