Nuestra relación con la tecnología

¿Supondrá la alerta sanitaria global un cambio en nuestros hábitos?, ¿cambiaremos nuestro día a día, para que la tecnología no solo sirva para ayudarnos a lograr nuevas metas, sino también para modificar lo que ya hacemos y cómo lo hacemos?

Tras leer la crónica de las desventuras a las que se enfrentan las universidades españolas, ante la perspectiva de tener que realizar los exámenes a sus alumnos de manera online en el curso escolar 19-20, y tras la penosa imagen que la mayoría de nuestros políticos están dando por la forma y medios con los que están realizando sus videoconferencias, vitales en la situación sanitaria en la que nos encontramos, se confirma esa idea que me lleva tiempo dando vueltas por la cabeza: No sabemos aprovechar la tecnología.

Me explico.

Estamos rodeados por tecnología las 24 horas del día. Nuestros ojos están más tiempo mirando pantallas que a los ojos de las personas de nuestro entorno. Pagamos colocando el móvil en el TPV del supermercado y «firmamos» una transferencia bancaria poniendo el dedo en un sensor biométrico. Y eso ya lo hacemos de manera automática, casi sin darnos cuenta. Pero nuestra relación con la tecnología parece que es siempre hacia adelante, nunca en «el ahora». Cuando una nueva tecnología aparece buscamos inconscientemente qué oportunidades nuevas nos trae, ya sea en lo económico, oportunidad de negocio, ya sea en lo lúdico, de qué nuevo ocio podemos beneficiarnos, o en lo social, cómo podemos encontrar nuevos amigos, pareja o sexo casual. Pero no nos planteamos cómo esa nueva tecnología puede mejorar algo que ya hacemos. Por ejemplo, formarnos, trabajar, enseñar, negociar.

Ejemplos.

La tecnología de formación a distancia, LMS, lleva con nosotros más tiempo que las redes sociales. Plataformas gratuitas como Moodle, LRN, ATutor, Business LMS, Canvas CV, Caucus, Chamilo, eFront y Sakai permiten a instituciones de cualquier tamaño disponer de un sistema comprobado para impartir clases. Y se hacen. Pero seamos honestos, no se han usado de forma general para sustituir a las clases lectivas presenciales, y mucho menos para los exámenes. Son un complemento para quien quiera usarlas extracurricularmente. O en centros de enseñanza 100% online.

En todos estos años, con más tecnología en las aulas de las universidades españolas que en un almacén de Amazon, llega 2020 (27 años ya desde la irrupción de la Web) y todos se quedan cortocircuitados por cómo van a solucionar la problemática de la evaluación de los parciales. Porque nadie se planteó realmente cómo llevar todo el proceso de la formación oficial al mundo digital, quitando de la ecuación la presencia física. Todo el planteamiento tecnológico se ha presentado siempre como una ayuda, una mejora, un más allá, pero nunca como un sustituto. Si lo de siempre ha funcionado, lo dejamos. Hasta que llega una pandemia.

Que las universidades no hayan estado a la altura, era algo previsible. Pero ¿y las instituciones del Estado? y no miro a los políticos, no les podemos exigir a ellos que, como individuos, piensen en la prioridad de las comunicaciones online. Son los técnicos de esas instituciones los que deben proponer una administración realmente digital, y no me refiero a ese grandilocuente esfuerzo del «portal digital» aludo a algo tan sencillo como implementar la rutina de la comunicación a través de videoconferencia; la sustitución gradual de la necesidad de la presencia física para las reuniones, incluso las de más alto nivel.

La tecnología está para que hagamos evolucionar los procedimientos, permitiendo que nuevas rutinas surjan y sustituyan a las anteriores. Igual que el automóvil sustituyó al carromato, o el teléfono móvil al fijo. La obligatoriedad que ha impuesto la crisis sanitaria actual ha revelado la poca a nula soltura que tienen los políticos a la hora de usar la videoconferencia, la inexistencia de despachos bien equipados o de salas de reuniones preparadas para este fin. Con tecnología que permite que al pulsar un botón se pueda iniciar una comunicación bidireccional con decenas de invitados a una reunión digital, sin cables de por medio, con la iluminación adecuada, con una cámara que es capaz de seguir al que habla automáticamente, con unos micrófonos invisibles que aíslan la voz, con la posibilidad de compartir datos, gráficos, vídeos… Toda esa tecnología lleva años en el mercado y está presente en miles de salas de juntas por todo el país. Y aun así, estas semanas hemos visto como los distintos gobiernos del país no están acostumbrados a usarlas. Y si no lo están, es porque no las usan a diario. Y ese es el problema. Hasta que llega una pandemia.

Si esta epidemia mundial ha hecho que nos demos cuenta de algo, es también de la arbitrariedad del teletrabajo. A pesar de que desde hace una década, tanto los medios tecnológicos como las infraestructuras, estaban ahí para que las empresas, independientemente de su tamaño y músculo económico, pudieran llevar el trabajo de las oficinas a las casas de los trabajadores, no se ha hecho masivamente hasta ahora.

Yo no soy un defensor del teletrabajo como un sustituto pleno de la oficina, porque creo que es bueno «moverse» por el centro de trabajo, transitar despachos y pasillos, que ayuda a la creatividad y que fomenta la cooperación. Pero también soy consciente de que ese tránsito de millones de personas, a las mismas horas, por carreteras saturadas para acudir a una oficina me parece una imagen anticuada, absurda hoy día.

Muy pocas empresas, solo las que tratan con información muy confidencial, necesitan que sus trabajadores pasen de 8 a 10 horas, todos los días, en sus oficinas. Esa imagen responde más a una necesidad de los directivos por ver trabajadores sobre escritorios, o quizá a la desconfianza, a ese sentimiento de perder el control sobre los empleados y lo que hacen.

Los gastos en sedes suponen el segundo mayor coste mensual para una empresa. Esos edificios consumen electricidad, agua, comunicaciones, alquileres e impuestos. Pero el gasto social y ambiental es igual de abrumador. Carreteras congestionadas, polución, dificultad para congeniar vida familiar con la laboral… Y aun así, son pocas las empresas que ofrecen el teletrabajo a sus empleados, a pesar de la demostración empírica de que la productividad sube con el trabajador en casa. Otro ejemplo de la dificultad que tenemos para que la tecnología cambie nuestros hábitos.

En el anterior ejemplo del teletrabajo, un camino medio es quizá el más acertado en la mayoría de los casos. Un par de días, y solo unas horas, podrían ser necesarias para que los empleados, o los grupos de trabajo, se vieran las caras en vivo, café en mano. Todo el trabajo que se realiza en el escritorio, podría llevarse al hogar. Las oficinas podrían reducirse a salas de reuniones, donde compartir ideas, un par de mañanas a la semana. Imagina como se descongestionaría el tráfico si evitásemos todos entrar en la misma horquilla de horas en el trabajo, de 8 a 9. Imagina lo que se ahorraría la empresa en metros cuadrados de alquiler, en electricidad. Pero no hay que imaginarlo. Es una realidad que lleva una década existiendo sin problemas. Pero no masivamente. Hasta que llegó una pandemia.

¿Cambiarán las cosas a partir de ahora?

Ahora que nos hemos dado cuenta de que trabajar desde casa no supone un problema en los procesos de una empresa, mientras se sepa organizar una nueva rutina. ¿Permitirán las empresas que los empleados de oficina puedan trabajar desde casa parte de su jornada laboral semanal?

Ahora que los políticos han necesitado de los últimos medios tecnológicos para poder comunicarse entre ellos y con los ciudadanos, ¿los seguirán usando en su día a día como la opción por defecto?

Ahora que los centros de enseñanza han visto como se pueden dar clases online, lo que favorece a los que no pueden desplazarse por diversas causas, ¿invertirán para llevar la experiencia educativa plena al mundo digital y no quedarse solo con el parcheo?

En definitiva, ¿supondrá esta alerta sanitaria global cruzar el Rubicón digital?, ¿aceptaremos que hay cosas que deben cambiar de nuestro día a día, donde la tecnología no solo deber servir para ir a más, sino también para modificar lo que ya hacemos?

Lo veremos. O igual no. Hasta la siguiente pandemia.