Putin y Xi dirigen dos de los más grandes países del mundo. Tienen una alianza estratégica que manifestaron públicamente un poco antes de los Juego Olímpicos de Invierno de Pekín. 4 días después de finalizar los Juegos, Putin mando invadir Ucrania ocasionando el más rápido éxodo de refugiados en Europa.
Xi Jinping metió la pata.
Si algo ha caracterizado a China es su «me pongo de perfil» ante cualquier conflicto. Esta postura se apoya en la idea nacionalista de «si yo no me meto en lo que hacen otros, que nadie se meta en lo que yo hago«.
Occidente, por interés comercial, ha hecho durante décadas eso con China, mirar para otro lado, mientras la apertura económica del gigante siguiera beneficiando a las empresas occidentales. Acuerdo tácito que crearía el concepto de globalización comercial y que, desde la pandemia, no para de dar síntomas de estrés.
Pero cuando Xi, conocedor o no de los plantes de su colega autocrático Putin, se jactó públicamente de firmar un acuerdo de cooperación con Rusia, no sabía lo que se le venía encima.
Se ha dicho que China será el más beneficiado del crack económico que Rusia ya padece por las sanciones internacionales. Porque Rusia se verá obligada a depender de su vecino, lo que creará un desequilibrio de poder. No es lo lo mismo estar a la par en una relación, que depender de alguien.
Pero desde la justificación inicial que dio Putin para invadir Ucrania, Xi ya se movió molesto en la silla. Y es que a la injerencia internacional es algo a lo que China siempre se ha opuesto. Y que Putin se excusara diciendo que estaba dando apoyo militar al derecho a la independencia de la región ucrania del Dombás era un mensaje que no convenía a China, con múltiples regiones dentro de sus fronteras que ansían independencia, como los turcos musulmanes del Turquestán Oriental o el pueblo tibetano. Y ni hablemos de Taiwán.
Que una nación extranjera decida inmiscuirse en un asunto interno nacional es algo que China no está dispuesta a apoyar de ninguna de las maneras, por lo que le afecta.
Este es el motivo por el los sensores chinos evitaron que la justificación de Putin se escuchara en el país. Gracias al férreo control de las comunicaciones de la que hace gala el Partido Comunista Chino, China justificaría internamente la invasión como un intento de Rusia por proteger a los Rusos en Ucrania y la culpabilidad de EE.UU. en la provocación de la guerra.
La analista Jude Blanchette, desde la revista Foreign Policy, cree que el acuerdo sin límites expresado públicamente entre Xi y Putin días antes de la invasión de Ucrania podría haber sido «la mayor metedura de pata en política exterior en sus casi diez años en el poder«.
Y este error público puede pesar mucho cuando queda un poco más de medio año para que Xi deba ser confirmado para su tercer mandato en el XX Congreso del PPCh.
Pero China, y Xi, se enfrentan a dos problemas más.
La prosperidad común ha sido el eje principal del segundo mandato de Xi. Se trata de una serie de políticas económicas que, entre otras cosas, atan en corto a las empresas privadas para potenciar un mejor reparto de la riqueza.
Y es que sobre el papel, las políticas parecían ser buenas. Motivadas por el miedo a que el crecimiento descontrolado que lleva décadas experimentado el país asiático llevara a China a una situación similar a la de EE.UU. y Europa: desigualdad de renta y descontento ciudadano entre los jóvenes. De ahí, al mirar a occidente, China decidió poner freno al excesivo poder de las Big Tech chinas (incluidos el sector de los videojuegos y la educación online).
Pero estas nuevas políticas económicas están en retroceso por la desaceleración económica que han supuesto.
Los analistas y las agencias de noticias se están haciendo eco de la importante desaceleración de la economía china que está llevando también a salidas de capital extranjero del país.
Esta desaceleración se debe en gran medida a la pandemia de los últimos 2 años, a un mercado inmobiliario apalancado y a las nuevas acciones de control sobre las grandes empresas.
Pero el famoso pragmatismo chino ha hecho aparición y, mirando de frente la grave realidad económica, Xi ha decidido dar marcha atrás en algunas de las políticas más radicales buscando estabilizar la economía y calmar al mercado.
Pero esto significa un nuevo revés para el Presidente Xi.
Primero su alianza con Putin en el peor momento, ahora dar marcha atrás a su gran apuesta económica de su segundo mandato, y aún queda el tercer revés. El fracaso de la política «cero covid«.
Dejamos para el final el que, puede ser, el fracaso político más dañino para Xi, la política de «cero covid», su apuesta personal respaldada por su completo control del país.
Si el mundo se maravilló al inicio de la pandemia al ver cómo China había reaccionado implantando una medida de enorme envergadura para controlar el virus, como era cerrar la ciudad de Wuhan, con sus 9 millones de habitantes; ahora arquea la ceja cuando ve que Shanghái, y sus 25 millones de ciudadanos, quedan encerrados, dos años después del inicio de la pandemia, mientras el resto del planeta abandona las restricciones.
Se puede considerar una política fracasada porque el objetivo final de la misma era salvar vidas, evitar el colapso sanitario y mantener la economía china en funcionamiento. Y esto último, junto con el desgaste en el ánimo de la población, no se ha conseguido.
Y es que la que política podría haber sido un éxito rotundo si la pandemia no hubiera seguido estando presente con la misma virulencia en China que hace dos años. Económicamente no es sostenible en un plazo de tiempo tan largo. Los chinos ven como esta apuesta personal de Xi está aplastando la economía china, mientras occidente sale de los confinamientos y se recupera.
La pregunta habitual desde occidente es ¿por qué? ¿Cómo hay tantos positivos en China dos años después? La respuesta está en esa política de aislamiento forzosa y el control de la información.
Muchos ciudadanos no se vacunaron en su momento porque veían que las tasas de infección eran bajas y porque no se fiaban de las vacunas.
Por una parte, el Estado decía que las vacunas ARN occidentales (las creadas e inyectadas mayormente en China estaban basadas en virus inactivo) no eran seguras, lo que alimentaba la desconfianza en la población. Por otra parte, los estudios han demostrado que las vacunas no basadas en ARN mensajero no son tan efectivas contra las nuevas variantes, que son las que asuela Shanghái.
La ciudad de Shanghái es el principal puerto de contenedores del mundo, lo que significa que estar bajo confinamiento es una amenaza para la economía china y las cadenas de aprovisionamiento de todo el mundo.
Con una estimación conservadora de un coste económico de 46.000 millones de dólares al mes, el impacto podría duplicarse si más ciudades endurecen las restricciones en China.
Si la capital financiera de China sigue en un confinamiento estricto, que puede alargarse hasta inicios de junio, la interrupción tanto el funcionamiento de las fábricas como el del puerto, puede lastrar todas las exportaciones. Esto supone graves problemas de abastecimiento para el mundo, que buscará proveedores alternativos. Y por supuesto, para los chinos, que dejaran de ingresar por esas exportaciones.
A esto le sumamos el descontento en la población, manifestados en vídeos donde los habitantes de Shanghái salen a gritar desesperados a los balcones mientras unos drones les vigilan y les avisan de que sigan las pautas sanitarias, cumplir el objetivo de Xi para este segundo mandato, mantener a la población calmada, no va a resultar fácil.
China se enfrenta a la vez a varias crisis, algunas de ellas compartidas con occidente: el rápido envejecimiento de la población combinado con su disminución, la enorme brecha en la redistribución de la riqueza, la corrupción endémica, los desequilibrios económicos estructurales, la burbuja inmobiliaria y la degradación ambiental. A estas se han unido ahora el COVID al alza, su posición en la guerra de Putin y la desaceleración de su economía.
La diferencia de estas nuevas crisis con las ya existentes es que tienen un eje común: su presidente, Xi Jinping.
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