El gigante despierto

Cuando la fabrica del mundo se dejó de sutilezas. Una nueva diplomacia se cuece en China.

El mayor exponente de la comunicación corporativa, llevada al área institucional de mayor nivel, los países, sería sin lugar a dudas la diplomacia. Esa rama política centrada en el estudio de las relaciones internacionales y los procedimientos que regulan las relaciones entre los Estados.

Al fin de cuentas, los diplomáticos representan a sus diferentes países en otros Estados y la imagen que dan de sí mismos, al final, es un reflejo de la de sus países. Quizá ese sea el motivo por el que los diplomáticos tienen habitualmente un perfil bajo, buscando no destacar, ni en lo personal, ni en su discurso.

Eso, podríamos pensar, se opone a lo que debe ser un responsable de comunicación, pero en realidad es lo que también hacen las grandes empresas. Zara, Apple o Amazon, por poner unos ejemplos de empresas ampliamente conocidas en todo el mundo, rara vez se posicionan corporativamente en ningún aspecto, social o político. Los responsables de comunicación e imagen de estas empresas siguen el mismo modus operandi que los diplomáticos. Estar atento, tener una amplia red que les informen de todo lo que ocurre en el entorno a su representado y actuar de una manera discreta cuando se «debe» hacer algo. Pasar desapercibido para evitar problemas con Estados, competidores, proveedores o clientes. Y si se debe operar, para eso están los lobbys.

Hoy hablamos de esto por China. Por quién si no.

Si los diplomáticos deben ser discretos, sutiles y reservados, históricamente, los de China han sido el máximo exponente de estos valores. Deng Xiaoping, líder chino hasta 1989 instó a seguir la política de «esconder la fuerza y aguardar el momento» con el objetivo declarado de pasar desapercibido internacionalmente para salir de la pobreza y dejar atrás la Revolución Cultural sin someterse al escrutinio público del resto del mundo. Como resultado de esto, a China se le acabó llamando desde occidente «el gigante dormido». Nada más lejos de la realidad. Que uno sea discreto no significa que uno esté dormido o inoperante, sólo que barre para dentro.

La apertura de China ha sido gradual, imparable y económica, pero no política ni social. Para evitar un escrutinio público mientras se llevaba a cabo esa apertura económica al mundo como la gran fabrica de occidente, la comunicación institucional ha sido lo más discreta posible, evitando todo confrontamiento. Se quería evitar así exponerse públicamente a todo aquello que no estaba siendo aperturista dentro de sus fronteras, ya sea la represión a etnias creando hasta campos de «reeducación», la vigilancia extrema a la población, la falta de libertad de expresión en redes sociales o la situación laboral de cientos de jóvenes en esas fábricas de móviles y componentes electrónicos de las que ha acabado dependiendo todo el mundo.

Pero la mala imagen que el COVID-19 ha dado a China, unido a los desencuentros del país con el gobierno de Trump parece que ha hecho que esa política de comunicación de no confrontación haya cambiado diametralmente.

Cuando Pekín se tuvo que enfrentar a su segunda gran crisis sanitaria por un coronavirus, ejecutó lo aprendido en 2003, cuando la desastrosa gestión de China, la ocultación de datos y la falta de información sobre el SARS-CoV convirtieron el foco en una gran epidemia con un costo de 50.000 millones de dólares a la economía mundial. Al gobierno chino se le recriminó sobretodo intentar ocultar la magnitud del brote a la OMS y de no colaborar inicialmente con los organismos internacionales, y otros países, para frenar la epidemia. De ahí la rápida respuesta en 2020, por lo menos a la hora de informar, alertar a la OMS y compartir todos los datos que estaba recavando sobre el conocimiento del virus. China se jugaba su prestigio internacional justo en unos momentos en los que EE.UU. tenía al país asiático en el punto de mira, y a sus empresas tecnológicas.

Cuando el virus se extendió, sobretodo por Europa, China inició una campaña de comunicación institucional para mejorar su imagen ante la creciente oleada de animadversión que traía consigo un virus, al que ya se le denominaba coloquialmente, «el virus chino», como hace un siglo a la gripe que asoló medio mundo se la conoció como «la gripe española», a pesar de que ni siquiera procedía de España.

La iniciativa consistió en enviar mascarillas, equipos médicos y hasta personal sanitario experto en la contención de brotes, a todo país que lo solicitara. El objetivo, aprovechar la situación para dar una imagen de liderazgo viendo que los países que habitualmente suelen acaparar este puesto estaban mirando para otro lado. Era el momento de China. Pero los líderes de esos países, acostumbrados a verse como la policía del mundo y los guardianes de lo correcto, no se iban a quedar parados viendo como desde Asia, los causantes del desastre se colgaban medallas. Y llegó el contraataque. Mensajes desde distintos frentes pidiendo investigaciones independientes para clarificar cómo afrontaron las autoridades chinas el brote, acusaciones sin fundamento sobre el origen no natural del virus y la prolongación por parte de EE.UU. del bloqueo a Huawei.

Y China dejó las sutilezas.

Si los diplomáticos chinos y sus delegaciones han buscado siempre pasar desapercibidos, como una sombra. Lo de ahora es una verbena en la plaza mayor. El nuevo objetivo es devolver la bofetada defendiendo la gestión de la pandemia por parte de las autoridades chinas.

Lijian Zhao, joven portavoz de Asuntos Exteriores de China, la devolvió de la misma manera que desde EE.UU. habían insinuado la intencionalidad del virus, sugiriendo, de manera completamente infundada, que Estados Unidos podía haber llevado el coronavirus a Wuhan.

La embajada de China en la India, por su parte, denominó como «tonterías ridículas» la idea de que China debería pagar una compensación económica por propagar el virus. O, más cerca de nosotros, el embajador chino en Holanda llamó racista a Trump por Twitter.

La escalada ha llegado ya a la ironía y el sarcasmo, con el portavoz principal del Partido Comunista Chino en Pekín tuiteando: «El señor presidente tiene razón. A algunas personas se les debe inyectar #desinfectante, o al menos hacer gárgaras con él. Así no propagarán el virus, las mentiras y el odio al hablar». Desde Londres, el tercer cargo más importante de la embajada china llamaba a «…combatir la estupidez de algunos líderes estadounidenses«. Y desde Australia, el embajador de China en el país, Cheng Jingye, insinuaba que «el pueblo chino» podría boicotear los productos australianos al haber respaldado el gobierno australiano una investigación internacional independiente sobre los orígenes del virus.

Todo esto podría parecer solo griterío de patio de colegio, pero la realidad es que la semana pasada China comenzó a prohibir la importación de algunos procesadores de carne de res australianos, y amenazó con aranceles a su cebada. Además, ha amenazado con que grandes empresas norteamericanas como Apple podrían sufrir penalizaciones si no se levanta el bloqueo a Huawei.

La política de comunicación del gran país asiático ha cambiado enormemente, en gran medida, por el COVID-19. El querer pasar desapercibido, maniobrando en las sombras, ha pasado a un segundo plano. En un mundo donde los políticos más relevantes actúan como si vivieran en un reallity show televisivo permanente, la diplomacia sutil parece que no tiene ya sitio, por lo menos para China.

Pero lo cierto es que aún está por ver si este cambio de rumbo es beneficioso o empeora la imagen y percepción pública del país asiático. Devolver los golpes sin lugar a dudas hará que dentro de China, donde ya de por sí no les falta espíritu patriótico, se sientan más orgullosos de su gobierno; pero fuera de su territorio puede que esa actitud chulesca y poco diplomática bajo los estándares habituales, se perciba como una pose altanera al estilo de la que ostentan Trump, Bolsonaro, Putin o Boris Johnson. Personajes con amplio respaldo dentro de sus países, pero ampliamente denostados fuera de sus fronteras.

Por ahora, diversos países han llamado a consultas a los diplomáticos chinos presentes en sus territorios para pedirles explicaciones sobre sus palabras en medios de comunicación y redes sociales, como Australia, y Francia. Nigeria, Kenia, Uganda, Ghana y la Unión Africana, por su parte, los han llamado a colsulta por las actitudes racistas a las que parecen que están siendo sometidos sus nacionales emigrados en China.

Pero la gran cuestión de fondo es a dónde nos llevará está escalada de tensión entre occidente y China, que comienza a recordar mucho a la guerra fría entre la URSS y EE.UU. del siglo XX. Sobretodo en un momento crucial en el que la colaboración entre todos los países es fundamental para poder erradicar, o al menos controlar, una pandemia mundial cuya contención parece estar aún lejos.

Créditos de la imagen de portada Annie Spratt en Unsplash